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Mostrando entradas de mayo, 2009

Consuelo, de Nicolás Valencia

Mudos los árboles, rogué un límite a todo aquello que turbaba mis días, te exigí un equilibrio en las imágenes. El lugar del equilibrio lo ocupó una niebla tan llena de silencio y llagas difíciles de sanar que, insinuado el bosque, me adentré sin más. Temeroso de no encontrar la salida giré la espalda, viré la vista y fue como con un gajo de limón que brotó la lágrima perdida. Oscuro se oye el coro, estéril mi cordura, ya jamás negaré lo que es mío pues locos sois vosotros, nuevos muertos de oro.

Sala para fumadores, Nicolás Valencia

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Ahora

Detrás de las tapias manchadas de verdín negruzco hay un granado donde te detienes. Su ramaje retuerce el silencio y esconde en su interior pequeñas llamaradas, gritos inverosímiles. La piel tersa del fruto se abre con la misma generosidad que la sabiduría y dentro está el dulce, sabroso lugar sin futuro.

Amyntas, André Gide

El camino de sombra y de media luz serpentea entre las cercadas huertas. !Muros de arcilla!, he de alabaros, pues la profusión de huertas os desborda; muros, que traen sin cuidado a la rama del albaricoquero ; los sobrepasa; se lanza; flota sobre mi sendero. Muros de tierra, por encima de vosotros se balancean las inclinadas palmera, las palmas sombrean mi sendero. De huerta en huerta, sin temor de vosotros , ruinosos muros, las torcaces se visitan revoloteando por encima de mi sendero. Por una brecha se desliza un pámpano, se yergue y salta sobre el tronco de la palmera, lo envuelve, lo rodea, lo aprisiona, llega hasta un albaricoquero y allí se acomoda, allí se balancea, se repliega y se divide, allí extiende su abierto ramaje. Oh, ¿en qué mes ardiente, qué esbelto niño trepará al árbol y extenderá hacia mi mano un buen racimo para mi sed? ...Muros de arcilla, os contorneo sin cansarme, en la confianza de que cederéis algún día. Una acequia bordea el muro de arcilla, corre a lo lar

Producto Interior Bruto

Mi hijo nació del gesto más hermoso, tan frágil como una lágrima rodando solitaria por la mejilla del único árbol, cuando en la llanura ardía la devastación. Cayó sobre el cuenco de mis manos y, estremecido, lo coloqué en la frescura aromática de la sombra. Lo estuve alimentando con zumo de las hojas y descascarillé cortezas con mis uñas para calentarlo durante las heladas. Así es como conseguí que empezara a crecer el ser más frágil, más hermoso, más delicado y diminuto de mi pensamiento. Acondicioné las lomas con hierba para sus pies desnudos. Sus pisadas retumbaban en mis oídos cada vez con más fuerza, como truenos rodando por los montes. Yo cerraba los ojos y estaba complacido, sintiendo cómo mi hijo ya casi ocupaba toda la extensión de mi cuerpo. Sentía su peso bendito sobre mi vientre, mi gargante, mis mejillas, mis párpados. Entonces le susurré en medio de la noche: - Es suficiente, hijo. Eres tan fuerte... Será que su tamaño le impide escucharme. O será, me temo, que esa volunt