Mi hijo nació del gesto más hermoso, tan frágil como una lágrima rodando solitaria por la mejilla del único árbol, cuando en la llanura ardía la devastación. Cayó sobre el cuenco de mis manos y, estremecido, lo coloqué en la frescura aromática de la sombra. Lo estuve alimentando con zumo de las hojas y descascarillé cortezas con mis uñas para calentarlo durante las heladas. Así es como conseguí que empezara a crecer el ser más frágil, más hermoso, más delicado y diminuto de mi pensamiento. Acondicioné las lomas con hierba para sus pies desnudos. Sus pisadas retumbaban en mis oídos cada vez con más fuerza, como truenos rodando por los montes. Yo cerraba los ojos y estaba complacido, sintiendo cómo mi hijo ya casi ocupaba toda la extensión de mi cuerpo. Sentía su peso bendito sobre mi vientre, mi gargante, mis mejillas, mis párpados. Entonces le susurré en medio de la noche: - Es suficiente, hijo. Eres tan fuerte... Será que su tamaño le impide escucharme. O será, me temo, que esa voluntad de crecimiento que yo mimé con tanta dedicación y ternura se ha apoderado de su cuerpo con una voracidad imparable. El caso es que ya me asfixia su peso, su cuerpo me desborda, sus miembros cuelgan por todos lados deformes. ¡Hijo mío, tú, que eras tan hermoso, tan frágil, como una lágrima rodando solitaria por la mejilla del único árbol!