Atrás. La mano sobre el pecho donde a veces las otras acuden. Inicio el descenso de la memoria. Pues de descender se trata aunque, de acuerdo con la apreciación del tiempo sucesivo en el estado de vigilia, se lo llamaría retroceder. Sigo bajando hasta que me encuentre con algún obstáculo, algo que me impida pasar con soltura entre las imágenes. Ahí está. Me detengo. La mano. Atiendo. Y acude una sensación. Percibo el miedo. Hay fuego en la chimenea. La niña juega con los rescoldos. Los papeles arden, las cenizas revolotean y terminan posándose en su pelo como copos de nieve sucia. Ceniza delatora. No juegues con el fuego: una orden, la primera orden de un padre al que acaba de conocer. Una prohibición es suficiente para que se repare en el objeto prohibido: había fuego y se podía jugar con él. La confianza, tan reciente y endeble, puesta a prueba y, luego, la transgresión. La niña tiembla. Percibo el temblor. Entonces le hablo, le dicto los gestos. La guío hacia él, hacia el regazo nunca ofrecido, nunca deseado. Y son ellas, ahora, todas ellas, las que ponen su mano múltiple en el pecho del padre donde, inesperadamente, percibo algo insospechado: la razón o raíz de su retraimiento, de su tristeza, su íntima condena. Su soledad, también. La niña le abrazó. Por su mediación, yo le abracé. Su consuelo, ahora, es en mí, y de ambos su paz. Que los muertos descansen en paz significa que hemos de curarles, procurarles la paz con la cura.
Lo que hacemos aquí, se hace en otra parte. Lo que se hace ahora, se hace en otros tiempos.
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Somos más de una, somos muchas.
Y los tiempos de una existencia son reversibles.
Enviar a la que sabe hacia aquella que no sabe.
Hacerse compañía.
Chantal Maillard,
La mujer de pie.