Si situamos en Grecia los inicios de lo que en Occidente se llamó filosofía, habremos de considerar que poesía y filosofía corresponden a dos actitudes bien distintas. La historia de la filosofía es la de un tipo de conocimiento, el epistémico (el mismo que se transformaría luego en lo que hoy conocemos por ciencia), que pretendía controlar el mundo distribuyéndolo en cajones y estantes.
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El orden siempre es reductor; se “reduce al orden”, se simplifica lo complejo. De lo que se trataba era de reducir la multiplicidad de las cosas. Para ello, se elaboraron entes ficticios, golems que le deben su ser al nombre que se les otorga.
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Sin embargo, lo que existe no son los conceptos; lo que existe son los individuos. Y los individuos no “son” sino que están-siendo: lo que hace que un perro pueda designarse, en primer lugar, como perro es su estar-perreando. En gerundio, el sustantivo se verbaliza, es decir, adopta una movilidad que el nombre no le permite y que se adapta mejor a la naturaleza de un ser viviente.
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La abstracción es, en realidad, un rodeo innecesario mediante el que se pretende verificar el ser de las cosas. Pasar por la Idea supone la sospecha tanto de la insuficiencia de las facultades perceptivas como de lo que las cosas son en su puro aparecer. Su aparecer no basta para que sean “verdaderas” porque la verdad se define como identidad y en el “cosear” de las cosas no hay identidad sino vibración, ininterrumpida vibración.
En el vibrar se sitúa el poeta. En el vibrar con las cosas que, más que ser, están siendo. Vibrando las prolonga el poeta en la palabra que las dice, que las dice-siendo. En la resonancia de la palabra poética que asimila el ritmo de lo que sucede. Así transmite la impresión el poeta, tal cual se da, para que pueda ser reconocida, en el ritmo. Porque el ritmo no es el compás, sino la forma de ser de las cosas en su aparecer.
Y en ese reconocimiento, el placer tiene lugar. El placer que la auténtica poesía procura al oyente-lector es el del reconocimiento. Y en el reconocimiento, la constatación, tácita, apenas consciente, de que somos más, de que somos muchos, de que no estamos tan solos, pues otro ha sido capaz de mostrarnos algo que hemos conocido, algo que nos es propio y común a un tiempo.
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Volvamos, ahora, a la violencia de la palabra filosófica. La violencia puede entenderse como resultado del horror que producen las cosas en su pura presencia, en su estar ahí. Las cosas son demasiado intensas. Es preciso disminuirlas, convertirlas en objetos (un objeto, por definición, lo es siempre para un sujeto). Confinar a las cosas en los límites de su ser-objeto mantiene a salvo la individualidad de quienes se resisten a disolverse como ellas, con ellas, de quienes no se quieren sentir viviendo, como ellas, en “gerundio”.
Y es que las “cosas” no tienen límites. Los objetos sí. Y sin límites, las cosas son terribles. Su intensidad es terrible. Y sin concepto, un objeto es una cosa. Y las cosas son particulares, un individuo, sin concepto, es terrible porque es infinito.
Un hombre muerto es terrible; es infinito. “La muerte” no lo es. Podemos hablar de la muerte; no podemos hablar de un hombre muerto, de ese muerto que tenemos ante los ojos, que muere o que ha muerto, ante nosotros, que acaba de “morir”. No cabe. No es posible.
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La meta del filósofo es reducir las cosas a apariencias y éstas a concepto, un viaje en el que, generalmente, las cosas perecen mientras los conceptos van cobrando entidad. En ellos terminamos viviendo. Entendemos, por ejemplo, que lo real es “la muerte”, no el hombre que muere, y recurrimos al léxico último, el de las grandes palabras y conceptos, para comprender el mundo en que estamos.
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Volvamos nuevamente a la violencia, a esa violencia con que Platón desterró a los poetas. Al momento en que irrumpe, en Grecia, el pensamiento discursivo y se erige el filósofo en consejero del Gobierno. (….) A la que dicta sentencia Platon, es a la poesía imitativa y, concretamente, a aquella poesía épica cuyo máximo representante era Homero. En realidad a quien Platón quería desterrar era al propio Homero…
(En el mito) los hechos se explicaban por lo que había ocurrido en el inicio, no en razón de su causalidad, sino por analogía. … Si el procedimiento del mito es analógico (horizontal), el de la filosofía, en cambio, es deductivo (vertical). Y éste es el cambio que Platón pretendió protagonizar; una revolución de las formas cognoscitivas, un cambio drástico que había de iniciarse en el ámbito de la educación.
La poesía imitativa retrataba las pasiones o sus manifestaciones (el llanto, etc) con lo que, según Platón, las alentaba, contribuyendo a la desestabilización del individuo y, en consecuencia, de la sociedad.
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….conviene reprimir, pues, la parte del alma que quiere llorar, decía en el Libro III de la República, y ésa es, precisamente, la que los poetas colman de gozo. La poesía imitativa riega todas aquellas cosas que convendría dejar secas.
Se trataba de formar identidades, individuos iguales a sí mismos, fácilmente gobernables. La calma era, para ello, el único estado de ánimo deseable. Indudablemente, se gobierna con mayor facilidad a un pueblo sensato y calmado. Y de eso se trataba para Platón, de gobernar.
¿Poesía, ahora?
….porque ahora la existencia misma es la que se ha vuelto extraña y es probable que echemos en falta un nuevo entrañamiento.
Hay algo en la vida humana insobornable ante cualquier ensueño de la razón: ese fondo último del humano vivir que se llaman las entrañas y que son la sede del padecer.(Maria Zambrano)
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El poeta que se desprende de los acontecimientos es un metafísico, y el poeta místico es un metafísico que se ignora (no es de extrañar que Platón lo aceptara). El poeta místico se desentraña y se proyecta en el nombre que le da al Origen. Y si de lo que tenemos necesidad, hoy en día, es de un nuevo entrañamiento, el poeta que requerimos no habrá de evadirse de lo concreto. Bien al contrario, en lo singular es donde captará, como un autor de haiku, lo esencial: no lo universal, la idea vaciada de accidentes, sino la radical infinitud de lo que cada cosa es en sí misma. La poesía que necesitamos es aquella capaz de devolvernos la conciencia de una semejanza fundamental, aquella que nos permita el reconocimiento de nuestra común condición en la singularidad de cada acontecimiento. El poeta que convocamos es alguien que tenga oído para captar el ritmo, la vibración de un ente, su sonoridad, su peculiar forma de vibrar, y la capacidad de transmitirlo.
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Algunas teorías indias entienden que el universo se creó por resonancia. la gran exhalación del comienzo se prolongó en las consonantes. El ser: la energía neutra que significándose, modulándose en los signos (en las letra, en su sonoridad), se diversifica. Que algo sea significa que ha cobrado tonalidad (valga entenderse como música y como color). Vibramos en un tono: somos de alguna manera, en algún que otro modo, o tono.
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En un principio fue el verbo y el verbo poetizó: la matriz del mundo es el hueco donde impacta el primer sonido y se gesta el primer poema: la primera construcción, la primera articulación…
Sí, puede que esto sea muy bonito. Podríamos seguir por ahí. Es fácil. La metafísica tiene menos fichas de las que aparenta en un principio. Basta con saber moverlas. Pueden resultar partidas interesantes y … hermosas. Pero no nos sirve. Ya no nos sirve porque las palabras, ahora, son multitud. Los ecos están distorsionados. Los sonidos, como las emociones, se degradan imitándose unos a otros. El Kitsch reina por doquier de tal modo que ya nos es difícil saber qué, de lo que setimos y pensamos, qué es genuino o impostado, qué hemos aprendido y repetido, qué es emoción y qué lenguaje. Tal vez sea preciso callar. No añadir más palabras a las ya expandidas.
O tal vez urdir otro inicio. Decir, por ejemplo:
En el principio era el Hambre. Y el Hambre creó a los seres para poder saciarse. Y el Hambre era la muerte, para los seres. Inventaron remedios, buscaron curarse, pero el Hambre dijo odiaos y luchad unos contra otros, para poder saciarse. Y el Hambre introdujo el hambre en los seres, y los seres se mataban entre sí, por causa del hambre. Y el hambre era la muerte para los seres.
El hambre, sin duda, se conjuga de muchas maneras. No parece que quepa, hoy en día, otra poesía más que la que diga el hambre. Y el terror. La desolación y la extrañeza. Que lo diga para que nos reconozcamos en ello. En comunidad. Con las cosas. en las cosas. Cosas, también, nosotros. La identidad colgándonos del hombro como una chaqueta raída.
Luego, igual que un personaje de Beckett, atender al balbuceo, como mucho.
Sobre todo, atender al silencio, ese silencio: la callada inocencia recobrada, antes del logos, el no saber cargado de compasión por los seres que viven con su hambre.
Contra el arte, Chantal Maillard, Pretextos 2009
EN LA LADERA, MÁS ALTA QUE EL MAR, SE HAN DORMIDO
En la ladera, más alta que el mar, más alta que los cipreses, se han dormido.
El cielo de hierro le ha vaciado de los recuerdos, las palomas han volado
hacia una dirección que han indicao sus dedos en el levante de sus restos.
¿No tenían derecho a rociar con el arrayan de sus nombres el reflejo de la luna en el agua
y a plantar un naranjo en las trincheras para que disminuyera la oscuridad?
Duermen más allá del horizonte, en una ladera en la que se han petrificado las palabras,
duermen en una piedra cincelada con los huesos de su Fénix...
Nosotros tenemos el corazón necesario para llegar pronto a la fiesta de sus cosas.
Tenemos el corazón necesario para arrebatar el espacio que permita regresar a las palomas
al comienzo de la tierra. !Oh, los que dormís en los confines de la tierra en nosotros!
La paza sea con vosotros... la paz.
QUIERO MÁS VIDA
Quiero más vida para encontrarte, más exilio.
Si mi corazón fuera ligero, lo lanzaría sobre cada abeja.
Quiero más corazón para poder llegar al tronco de una palmera,
y si mi vida me perteneciera, te esperaría detrás del cristal.
Quiero más canciones para llevar un millón y una puertas,
levantarlas cual jaima en dirección al país y vivir en una frase.
Quiero más damas para conocer el último beso
y la primera muerte bella sobre un puñal empapado del vino de las nubes.
Quiero más vida para que mi corazón conozca a los suyos
y para poder volver a una hora de tierra.
Menos rosas, Mahmud Darwish, Hiperión 2008, traducción Maria Luisa Prieto