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Max Ernst (y el surrealismo) dice con razón: “Así como el papel del poeta, desde la célebre carta del vidente, consiste en escribir bajo el dictado de lo que se piensa, lo que se articula en él, el papel del pintor es rodear y proyectar lo que se ve en él”. El pintor vive en la fascinación. Sus acciones más características –esos gestos, esos trazados de lo que sólo él es capaz, y que serán revelación para los otros porque no tienen las mismas carencias que él- al pintor le parece que emanan de las cosas mismas, como el dibujo de las constelaciones. Entre él y lo visible los papeles se invierten inevitablemente. Por lo que tantos pintores han dicho que las cosas los miran, y André Marchand siguiendo a Klee: “En un bosque he sentido muchas veces que no era yo quien miraba el bosque. Ciertos días he sentido que eran los árboles los que me miraban, que me hablaban… Yo estaba allí, escuchando… Creo que el pintor debe ser traspasado por el universo y no querer traspasarlo… Espero estar interiormente sumergido, amortajado. Quizá pinto para surgir” Lo que se llama inspiración debería ser tomado al pie de la letra: hay verdaderamente inspiración y expiración del Ser, respiración en el Ser, acción y pasión tan poco discernibles que no se sabe más quien ve y quien es visto, quien pinta y quien es pintado. Se dice que un hombre nace en el instante en que quien no era en el fondo del cuerpo materno más que un visible virtual se hace a la vez visible para nosotros y para sí. La visión del pintor es un nacimiento continuado.
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Visible y móvil, mi cuerpo está en el número de las cosas, es una de ellas, pertenece al tejido del mundo y su cohesión es la de una cosa. Pero, puesto que ve y se mueve, tiene las cosas en círculo alrededor de si, ellas son un anexo o una prolongación de él mismo, están incrustadas en su carne, forman parte de su definición plena y el mundo está hecho con la misma tela del cuerpo. Estas inversiones, estas antinomias, son diversas maneras de decir que la visión está presa o se hace en el medio de las cosas; allí donde un visible se pone a ver, se vuelve visible para sí y por la visión de todas las cosas, allí donde persiste, como el agua madre en el cristal, surge la indivisión del que siente y lo sentido.
Esta interioridad no precede al arreglo material del cuerpo humano, y tampoco resulta de él. Si nuestros ojos estuvieran hechos de tal modo que ninguna parte de nuestro cuerpo cayera bajo nuestra mirada, o si algún dispositivo travieso nos dejara pasear libremente nuestras manos por las cosas pero nos impidiera tocar nuestro cuerpo –o simplemente, si como ciertos animales tuviéramos ojos laterales, sin recorte de los campos visuales- ese cuerpo que no se reflejaría, que no se sentiría, ese cuerpo casi adamantino que no sería carne completamente, tampoco sería un cuerpo de hombre y no habría humanidad. Pero la humanidad no es producida como un efecto por nuestras articulaciones, por la implantación de nuestros ojos (todavía menos por la existencia de los espejos que sin embargo vuelven visible nuestro cuerpo entero para nosotros). Estas contingencias y otras similares, sin las cuales no habría hombre, no hacen por simple sumatoria que haya un solo hombre. La animación del cuerpo no es el ensamblaje de sus partes, una contra otra, ni por supuesto el descenso en el autómata de un espíritu venido de otra parte, lo que supondría aún que el cuerpo mismo es sin adentro y sin “sí mismo”. Un cuerpo humano está aquí cuando, entre vidente y visible, entre quien toca y lo tocado, entre un ojo y el otro, entre la mano y la mano se hace una especie de recruzamiento, cuando se alumbra la chispa entre el que siente y lo sensible, cuando prende ese fuego que no cesará de quemar, hasta que tal accidente del cuerpo deshaga lo que ningún accidente hubiera bastado para hacerlo…
Ahora bien, desde que se da este extraño sistema de intercambios, ahí están todos los problemas de la pintura. Ellos ilustran el enigma del cuerpo que la pintura justifica. Ya que las cosas y mi cuerpo están hechos con la misma tela, es necesario que su visión se haga de alguna manera en ellos, o que su visibilidad manifiesta se duplique con una visibilidad secreta: “la naturaleza está en el interior”, dice Cézanne. Cualidad, luz, color, profundidad, que están ahí ante nosotros, están ahí porque despiertan un eco en nuestro cuerpo, porque éste los recibe.
Maurice Merleau-Ponty, El ojo y el espírutu, Ediciones Paidós, 1986