Y así los pasos del hombre sobre la tierra parecen ser la huella del sonido de su corazón que le manda marchar… Pues que el sonido propio, inalienable, del que el hombre es portador, es su ritmo inicial, cadencia cuando el tiempo no se recorre en el vacío o en la monotonía. Mas el solo ritmo puebla la extensión del tiempo y lo interioriza, y así lo vivifica. Y el corazón sin pausas marca, sin que de ello sea necesaria la percepción ni la contraproducente voluntad, la pausa en la que se extingue una situación, don del vacío necesario para que surja lo que está ahí en espera de enseñorearse de la faz del presente. Y esta pausa imperceptible es un respiro para el hombre, que necesitaría que se le dieran más anchamente estos respiros entre una situación y otra por leves que sean sus diferencias, que espera siempre comenzar a vivir de nuevo desde el simple respirar; respirar libre de todo acecho, de todo peso, sin saber ni sentir el presente que llega a instalarse, por puro que este presente sea, por desligado que parezca. Pues que espera el puro don de ser sin empeño alguno…
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Y así, reposar en sí mismo, el corazón no puede sino en raros momentos de ventura, respirar en el silencio de su ser. Mas ¿tiene acaso ser suficiente para hacerlo? Sólo mientras en silencio está en sí mismo, sin pretensión alguna, sin intención. Sin proponerse que nada llegue a donde así reposa. Y su lugar es esa especie de hueco donde no flota en el vacío, ni se apega como en sitio oscuro; es inocente en ese transitorio estado, revelador de su ser. Es una presencia y nada más. Una presencia que cuando deje de serlo acogerá a todo lo que ante un ser humano se presenta, a toda presencia y, naturalmente, a la ausencia de algo y aun a la ausencia de todo. Y la medida de la inocencia del corazón, de cada corazón, daría, si medida de ella pudiese haber, la diversidad de las presencias que ante ese corazón presenta la riqueza del mundo, y aun el esplendor de lo que nombramos universo.
Ya que hay una íntima, indisoluble correlación entre inocencia y universalidad. Sólo el hombre dotado de un corazón inocente podría habitar el universo.
María Zambrano, Claros del bosque, Seix Barral, noviembre 2002
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Y así, reposar en sí mismo, el corazón no puede sino en raros momentos de ventura, respirar en el silencio de su ser. Mas ¿tiene acaso ser suficiente para hacerlo? Sólo mientras en silencio está en sí mismo, sin pretensión alguna, sin intención. Sin proponerse que nada llegue a donde así reposa. Y su lugar es esa especie de hueco donde no flota en el vacío, ni se apega como en sitio oscuro; es inocente en ese transitorio estado, revelador de su ser. Es una presencia y nada más. Una presencia que cuando deje de serlo acogerá a todo lo que ante un ser humano se presenta, a toda presencia y, naturalmente, a la ausencia de algo y aun a la ausencia de todo. Y la medida de la inocencia del corazón, de cada corazón, daría, si medida de ella pudiese haber, la diversidad de las presencias que ante ese corazón presenta la riqueza del mundo, y aun el esplendor de lo que nombramos universo.
Ya que hay una íntima, indisoluble correlación entre inocencia y universalidad. Sólo el hombre dotado de un corazón inocente podría habitar el universo.
María Zambrano, Claros del bosque, Seix Barral, noviembre 2002