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La única posibilidad que tenemos de encontrar cada uno de los mundos que nos están esperando es el retorno al Tiempo del Ensueño, el tiempo mágico que dio a luz a todos los mundos. Al Tiempo del Ensueño podemos volver porque nosotros mismos no somos más verdad que lo que decimos cuando cantamos. Existe una red de sendas y caminos a través de los vastos desiertos que solo el sueño es capaz de revelarnos. Nuestra supervivencia depende de saber encontrar estas rutas y seguir cantándonos juntos.
El libro de Nicolás ya está en la calle, pero se hace difícil hablar de él. No es el momento, ahora es el libro el que quiere hablar, aquella palabra suya que se nos escondía, tiembla ahora entre nuestras manos, cuando él se nos escondió definitivamente. Yo sólo puedo traer aquí un párrafo del lúcido postfacio de Andrés Mencía y un par de poemas. El que Andrés cita como uno de los poemas centrales del libro, y ese Donde te dejo en el cual Nicolás roza con la sobriedad característica de su lenguaje mis propias fibras, mi propia memoria en carne viva. No sé explicar dónde está la efectividad de esta poesía. Quizá sea algo que surge, más allá del lenguaje, de la intensidad de la mirada.
Del postfacio, por Andrés Mencía
Al hablar de poesía hoy, ya no se suele hablar de la mentira del discurso poético, la gran mentira desenmascarada una y mil veces por los dadaístas y una y mil veces vuelta a venerar, después de las vanguardias y de Auschwitz: Mallarmé se volvió loco un año, hace ya siglo y medio, escribió a un amigo que la destrucción era su Beatriz, y he aquí que la destrucción ya no es otra cosa que un esotérico buchipluma jugando con las palabras, siempre entre la casualidad y el azar. Ni se recuerda ya a sus policías, por ejemplo, fusilando durante la siesta del fauno con balas de plomo a los comuneros ante la fosa abierta del cementerio del Pére-Lachaise. Frágil, muy frágil la memoria del discurso poético al uso. Pero sin memoria no hay poesía.
Pues hablemos de poesía. Desde Auschwitz, la poesía huye de la música formal e investiga la belleza del habla, en el habla, en la calle. Pocas sensibilidades como la de Nicolás Valencia para la naturalidad y la coloquialidad. Lo demás que se escribe es silencio de iglesia, o sea, poemas o papeles que iluminan si arden. Si algo conquistaron las vanguardias y el sufrimiento de los hombres en este último siglo pasado fue el discurso poético de la belleza del deseo, de la belleza de la crítica, de la belleza del proyecto utópico que ha de latir en cada verso. En Guantánamo se continúa torturando con música, como en Auschwitz.
Cuando Nicolás proclama la destrucción del lenguaje es muy consciente del alcance de su propuesta. El lenguaje fue la parte del hombre que más ha construido en este disparate que es nuestro mundo de hoy. El lenguaje no es inocente.
Más allá
Si somos palabra, a mí que me arranquen la lengua.
No quiero ser más que esto que escucho,
tan sólo esto.
Aquella otra voz que confundo o mezclo
con la sonrisa de quien no conozco aún
pero me abraza dulcemente,
sé que algún día ocurrirá,
entonces será cierto que no hay palabra,
se hará el silencio, olvidado en horas, en días de ruido,
para al fin nombrarnos sin ellas: dentro.
Entonces, como digo,
ya no seremos nunca más los de antes,
¿quién lo querría?
Si somos palabra, a mí que me arranquen
de la boca de los necios,
!ni siquiera mi nombre en sus bocas!
No deseo nada
del uso de poder, que pisa y
rompe el cristal de la copa,
ese instante que huye para que
lo recordemos aún más allá de lo que somos: nada.
Donde te dejo
He venido hasta aquí,
he llamado a tu puerta vieja,
he abierto sin más como vine sin nada.
Nada es lo que necesito cuanto estoy contigo,
todo son tus manos recias empuñando la sierra,
demembrando el leño ahora
que estás aún más cerca de nada.
Todo, tu lloro seco por la hija muerta,
tu esfuerzo húmedo por acercarte ya,
inmediatamente, a todo,
que es sólo eso, el fin.
Tú, sentada a oscuras junto a fotos de muertos,
tú cocinando, tú paseando hasta la fuente...
Ahora es nada porque ya no quieres esto,
ni siquiera esto,
un coro de ruidos que antes te decían algo.
Treinta años esperándonos tras la puerta vieja
no es nada importante.
Restos, ruinas de un chamizo muerto
habitado tan sólo por un nombre
que se cuela en mi memoria:
!Ni sé ya a qué saben tus ojos sobre mí
desde que huí!
Ahora, abuela, puedo nombrarte,
abrir la puerta vieja en sueños,
que es lo único que nos mantiene unidos.
La única posibilidad que tenemos de encontrar cada uno de los mundos que nos están esperando es el retorno al Tiempo del Ensueño, el tiempo mágico que dio a luz a todos los mundos. Al Tiempo del Ensueño podemos volver porque nosotros mismos no somos más verdad que lo que decimos cuando cantamos. Existe una red de sendas y caminos a través de los vastos desiertos que solo el sueño es capaz de revelarnos. Nuestra supervivencia depende de saber encontrar estas rutas y seguir cantándonos juntos.
El libro de Nicolás ya está en la calle, pero se hace difícil hablar de él. No es el momento, ahora es el libro el que quiere hablar, aquella palabra suya que se nos escondía, tiembla ahora entre nuestras manos, cuando él se nos escondió definitivamente. Yo sólo puedo traer aquí un párrafo del lúcido postfacio de Andrés Mencía y un par de poemas. El que Andrés cita como uno de los poemas centrales del libro, y ese Donde te dejo en el cual Nicolás roza con la sobriedad característica de su lenguaje mis propias fibras, mi propia memoria en carne viva. No sé explicar dónde está la efectividad de esta poesía. Quizá sea algo que surge, más allá del lenguaje, de la intensidad de la mirada.
Del postfacio, por Andrés Mencía
Al hablar de poesía hoy, ya no se suele hablar de la mentira del discurso poético, la gran mentira desenmascarada una y mil veces por los dadaístas y una y mil veces vuelta a venerar, después de las vanguardias y de Auschwitz: Mallarmé se volvió loco un año, hace ya siglo y medio, escribió a un amigo que la destrucción era su Beatriz, y he aquí que la destrucción ya no es otra cosa que un esotérico buchipluma jugando con las palabras, siempre entre la casualidad y el azar. Ni se recuerda ya a sus policías, por ejemplo, fusilando durante la siesta del fauno con balas de plomo a los comuneros ante la fosa abierta del cementerio del Pére-Lachaise. Frágil, muy frágil la memoria del discurso poético al uso. Pero sin memoria no hay poesía.
Pues hablemos de poesía. Desde Auschwitz, la poesía huye de la música formal e investiga la belleza del habla, en el habla, en la calle. Pocas sensibilidades como la de Nicolás Valencia para la naturalidad y la coloquialidad. Lo demás que se escribe es silencio de iglesia, o sea, poemas o papeles que iluminan si arden. Si algo conquistaron las vanguardias y el sufrimiento de los hombres en este último siglo pasado fue el discurso poético de la belleza del deseo, de la belleza de la crítica, de la belleza del proyecto utópico que ha de latir en cada verso. En Guantánamo se continúa torturando con música, como en Auschwitz.
Cuando Nicolás proclama la destrucción del lenguaje es muy consciente del alcance de su propuesta. El lenguaje fue la parte del hombre que más ha construido en este disparate que es nuestro mundo de hoy. El lenguaje no es inocente.
Más allá
Si somos palabra, a mí que me arranquen la lengua.
No quiero ser más que esto que escucho,
tan sólo esto.
Aquella otra voz que confundo o mezclo
con la sonrisa de quien no conozco aún
pero me abraza dulcemente,
sé que algún día ocurrirá,
entonces será cierto que no hay palabra,
se hará el silencio, olvidado en horas, en días de ruido,
para al fin nombrarnos sin ellas: dentro.
Entonces, como digo,
ya no seremos nunca más los de antes,
¿quién lo querría?
Si somos palabra, a mí que me arranquen
de la boca de los necios,
!ni siquiera mi nombre en sus bocas!
No deseo nada
del uso de poder, que pisa y
rompe el cristal de la copa,
ese instante que huye para que
lo recordemos aún más allá de lo que somos: nada.
Donde te dejo
He venido hasta aquí,
he llamado a tu puerta vieja,
he abierto sin más como vine sin nada.
Nada es lo que necesito cuanto estoy contigo,
todo son tus manos recias empuñando la sierra,
demembrando el leño ahora
que estás aún más cerca de nada.
Todo, tu lloro seco por la hija muerta,
tu esfuerzo húmedo por acercarte ya,
inmediatamente, a todo,
que es sólo eso, el fin.
Tú, sentada a oscuras junto a fotos de muertos,
tú cocinando, tú paseando hasta la fuente...
Ahora es nada porque ya no quieres esto,
ni siquiera esto,
un coro de ruidos que antes te decían algo.
Treinta años esperándonos tras la puerta vieja
no es nada importante.
Restos, ruinas de un chamizo muerto
habitado tan sólo por un nombre
que se cuela en mi memoria:
!Ni sé ya a qué saben tus ojos sobre mí
desde que huí!
Ahora, abuela, puedo nombrarte,
abrir la puerta vieja en sueños,
que es lo único que nos mantiene unidos.