A continuación transcribo el relato de un sueño. Pertenece a Van Leyden, psicólogo vienés citado por Peter Sloterdijk en Venir al mundo, venir al lenguaje, Pretextos, 2006. Ensayo que concluye la necesidad de la poesía como respiración, como aliento. También Celan escribió:
Hondo
en la grieta de los tiempos,
junto
al hielo panal
espera, un cristal de aliento,
tu irrevocable
testimonio.
A Sloterdijk (y a Celan) habrá que volver. Porque la poesía, tan atenta siempre al abismo y al terror del tiempo, quizá sea bueno que se abra a las esferas, a las espumas, a otro espacio, a esa extensión que permita un cambio de aliento.
“Un zumbido (...) se extendió por el lugar. Se dio cuenta al cabo de un momento de que ese sonido salía de su propia boca. Largos gritos empezaron a enroscarse en su cuerpo. No tardó mucho en enrollarse en aquellos hilos cortantes que salían de su boca. Cuanto más gritaba él, más empezaba a dilatarse el tiempo. La espera se le abultaba en la garganta como una mordaza. En el paladar le creció una bóveda muy profunda y azul, de la que unas placas metálicas mojadas le caían sobre el pecho y el bajo vientre. Cuando las planchas chocaban entre sí, una aguda vibración retumbaba en el aire (...) El tiempo seguía extendiéndose más y más y se convertía en un suplicio que no tenía fin. Del interior del dolor brotaba un Ahora infinito, cuya huida significaba el objetivo de la vida (...).
Él sintió la sangre en el paladar y una opresión en el cráneo. El puente de la nariz ejercía una presión mortal en el universo de la cabeza, lleno de una luz rojiza y vibrátil. Como un ácido, la desesperación le corroía el interior, y se despertaba la angustia con la que la vida empieza a sentirse irremisiblemente perdida y limitada (...)
Avanzó con la corriente por la oscura galería hasta que sintió cómo la corriente crecía y le subía por las piernas. Las paredes del túnel subterráneo se emblandecieron. Oscilaban como grandes mangueras que se retorcieran por la presión de las masas que circulaban por ellas (...) El temía ahogarse en los ácidos caldos del tubo. La corriente le zumbaba en los oídos. Desde lejos le llegaban gritos sordos y gemidos. La corriente empezó a tirar de su cuerpo con violencia. Las paredes del tubo le empujaban hacia abajo por una especie de chimenea en cuyo extremo se abría una hendidura iluminada. Era el horror mismo. Él nunca resistiría aquella luz espantosa. Una ola púrpura se acercó deslizándose desde las plantas de los pies hasta el vientre como un gran manguito eléctrico incandescente. Él se comprimía con infinito esfuerzo contra la chimenea en cuyo extremo la luz afilaba su cuchillo. De nuevo, la ola de chispas violetas le recorrió el cuerpo que iba cayendo con una lentitud infinita, hasta que otra ola se precipitó sobre él con un resplandor verdoso y otras más azules y claras rompían en su cuerpo. Ya había una parte de él afuera, expuesta a una luminosidad terrible. Había perdido, pero también había vencido en una lucha que nunca debió ganar (...).
Algo ácido empezó a arder, un gran fuego le chamuscaba el interior. Brotó la amargura y en la cabeza ardió un inolvidable y doloroso olor a cloro y luz, a ácido y a existencia. Una última ola lo barrió haciéndose un grito que ascendía de las piernas y salía al exterior por la abertura de la boca. Era un grito de jubilosa desesperación y derivado del propósito, una y otra vez frustrado, de llegar al fondo de este horror y acceder al sentido último de la catástrofe. Entre las sienes repiqueteaban las campanas de la luz (...).
Hondo
en la grieta de los tiempos,
junto
al hielo panal
espera, un cristal de aliento,
tu irrevocable
testimonio.
A Sloterdijk (y a Celan) habrá que volver. Porque la poesía, tan atenta siempre al abismo y al terror del tiempo, quizá sea bueno que se abra a las esferas, a las espumas, a otro espacio, a esa extensión que permita un cambio de aliento.
“Un zumbido (...) se extendió por el lugar. Se dio cuenta al cabo de un momento de que ese sonido salía de su propia boca. Largos gritos empezaron a enroscarse en su cuerpo. No tardó mucho en enrollarse en aquellos hilos cortantes que salían de su boca. Cuanto más gritaba él, más empezaba a dilatarse el tiempo. La espera se le abultaba en la garganta como una mordaza. En el paladar le creció una bóveda muy profunda y azul, de la que unas placas metálicas mojadas le caían sobre el pecho y el bajo vientre. Cuando las planchas chocaban entre sí, una aguda vibración retumbaba en el aire (...) El tiempo seguía extendiéndose más y más y se convertía en un suplicio que no tenía fin. Del interior del dolor brotaba un Ahora infinito, cuya huida significaba el objetivo de la vida (...).
Él sintió la sangre en el paladar y una opresión en el cráneo. El puente de la nariz ejercía una presión mortal en el universo de la cabeza, lleno de una luz rojiza y vibrátil. Como un ácido, la desesperación le corroía el interior, y se despertaba la angustia con la que la vida empieza a sentirse irremisiblemente perdida y limitada (...)
Avanzó con la corriente por la oscura galería hasta que sintió cómo la corriente crecía y le subía por las piernas. Las paredes del túnel subterráneo se emblandecieron. Oscilaban como grandes mangueras que se retorcieran por la presión de las masas que circulaban por ellas (...) El temía ahogarse en los ácidos caldos del tubo. La corriente le zumbaba en los oídos. Desde lejos le llegaban gritos sordos y gemidos. La corriente empezó a tirar de su cuerpo con violencia. Las paredes del tubo le empujaban hacia abajo por una especie de chimenea en cuyo extremo se abría una hendidura iluminada. Era el horror mismo. Él nunca resistiría aquella luz espantosa. Una ola púrpura se acercó deslizándose desde las plantas de los pies hasta el vientre como un gran manguito eléctrico incandescente. Él se comprimía con infinito esfuerzo contra la chimenea en cuyo extremo la luz afilaba su cuchillo. De nuevo, la ola de chispas violetas le recorrió el cuerpo que iba cayendo con una lentitud infinita, hasta que otra ola se precipitó sobre él con un resplandor verdoso y otras más azules y claras rompían en su cuerpo. Ya había una parte de él afuera, expuesta a una luminosidad terrible. Había perdido, pero también había vencido en una lucha que nunca debió ganar (...).
Algo ácido empezó a arder, un gran fuego le chamuscaba el interior. Brotó la amargura y en la cabeza ardió un inolvidable y doloroso olor a cloro y luz, a ácido y a existencia. Una última ola lo barrió haciéndose un grito que ascendía de las piernas y salía al exterior por la abertura de la boca. Era un grito de jubilosa desesperación y derivado del propósito, una y otra vez frustrado, de llegar al fondo de este horror y acceder al sentido último de la catástrofe. Entre las sienes repiqueteaban las campanas de la luz (...).